viernes, 3 de mayo de 2013

Benvenuta, bentornata

Hoy se cumple una semana exacta desde nuestra llegada a Venecia. Cuando mi ama me dijo que nuestro siguiente destino era una ciudad en una laguna me imaginé un lugar apacible, quizás al pie de una montaña y con vistas a un lago de agua fría. Vamos, que me equivoqué de país porque claramente yo estaba pensando en Suiza. Solamente me faltaba la vaca de Milka. Pero no. Suiza no se parece en nada a la vorágine de turistas, callejuelas estrechas y puentes imposibles a la que he ido a parar. Aunque debo decir en mi defensa que mi dueña debería expresarse con mayor propiedad. En no es sobre.

En una semana caben muchas cosas y en la nuestra, concretamente, caben dos vuelos, dos maletas, una mochila, cuatro italianas amabilísimas que nos acogieron temporalmente sin conocernos de nada, paseos interminables sin rumbo fijo, un nuevo lugar de trabajo, nuevos rostros, un idioma distinto y sobre todo una nueva casa y otra mudanza.

Si nuestra mudanza neoyorquina fue un rosario de idas y venidas entre autobuses y metros, en esta ocasión la dificultad residió en dedicarse a subir y bajar puentes como en la montaña rusa de un parque de atracciones, pero con veinte kilos extra. Dicho así puede parecer una nadería, pero quien haya experimentado en su proprio pelaje una mudanza veneciana podrá entender nuestras fatigas. ¡La de vueltas que pueden llegar a darse con tal de tener que cruzar tres puentes en lugar de cinco!


El caso es que aquí estamos, instaladas desde ayer en nuestra flamante buhardilla. Claro que lo de flamante nos duró solamente hasta que mi ama abrió un armario y se topó con una sartén con restos de salsa de tomate todavía adheridos y criando vida. A partir de ese momento mi humana se metamorfoseó en una especie de túnel de limpieza con piernas de lo más eficiente: funciona a pasta, dispone de doce horas de autonomía y se conforma con seis de reposo. Estoy por patentarla, a ver si alguien me la compra y no tengo que volver a recolectar bellotas en lo que me queda de vida.

Por lo que a mí respecta, el entusiasmo me duró lo que tardé en descubrir que la casera de mi ama tiene una linda mascota felina llamada Sissi. Sissi, como buena anfitriona, decidió acompañar a mi dueña escaleras arriba para darle la bienvenida al apartamento. Afortunadamente yo en ese momento todavía me encontraba a salvo dentro de mi – por una vez – querida Samsonite, escuchando sus maullidos de gatita muerta. Sissi debió de pensar que era un buen momento para gastarle una novatada a mi bípeda, y con la ligereza de sus cuatro patas se encaramó ágilmente a una mesa y antes de que ella pudiera detenerla se fue a dar un garbeo por los tejados de Venecia. A mi ama casi le da un patatús pensando que iba a tener que empapelar toda la ciudad con carteles para recuperarla antes de que regresasen sus propietarios. Por suerte para ella, cuando volvió de recoger la segunda maleta Sissi ya estaba en casa y la esperaba tranquilamente con cara de: “Yo no lo cuento si tú tampoco”.

En definitiva, por mi seguridad y por la salud mental de mi dueña, ella y yo hemos pactado que es mejor que Sissi se quede en su parte de la casa durante nuestra estancia.

Además, ¡aquí el único animal entrañable y extorsionista soy yo!